La noche y su negrura
contienen
el blanco parpadeo matutino.
La obertura del trino de calandrias
se acompasa
con la chicharra vespertina.
Surge el fulgurante verde del pasto.
El ganado, quieto y expectante,
con miradas lejanas,
comienza el cansino trajinar de otro día.
Se enciende la lámpara
detrás del vidrio empañado de bostezos
y al abrirse la casa,
de detrás de la puerta que nada guarda,
se asoma el perfil
seguro y recto del Aurelio.
Se sienta en el tronco
al lado del hueco
desde donde el fuego calienta su cuerpo.
Mira hacia arriba para ver el cielo.
Se santigua lento, como despidiéndose
y tomando su mate
se volvió hacia adentro.
1 comentario:
Félix, nuevamente este poema confirma tu "ojo" sanguíneo alimentado por ese corazón rebelde que muy pocos conocen.
Marta y Eduardo
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