martes, 21 de abril de 2009

INOCENCIA MALGASTADA

En medio de esta casa abandonada

se aparecen los fantasmas azulados

y en un puente sobre un río inexistente

se hamacan los miedos que creamos.

Ogros para niños prepotentes,

enanos de los cuentos de los sábados,

brujas, princesas, duendes,

caballeros fantásticos

y un espejo que dice que no era bella.

Un lobo que aparece disfrazado

y una niña inocente y maltenida.

Jorobados y pequeños bicharracos

con gigantes y forzudos que castigan

y un mal rey que no encuentra su corona

o una niña que ha perdido su zapato.

Nos han tejido una fantasía tan grotesca

que, a pesar de querer enriquecerla,

la han matado.

TIME IS TIME

El tiempo,

que sólo es presente,

no tiene ese efecto destructivo

cuando va pasando, suavemente.

La vida,

que a tantos preocupa,

por lo breve,

se hace una armonía serena

con los siglos siderales.

Los problemas graves

y los cotidianos,

que a veces amargan y consumen,

son pequeñas aventuras.

Y la felicidad,

ese extraño bien,

pequeño y corto,

es una constante, indomable,

inasible y desdeñosa.

Me llevo la mano a la frente

y temo soñar.

La fiebre discontínua

y la agonía,

se van hacia los rincones,

perfectos y exactos,

del lugar en que vivimos.

Mis hijos negados

y los otros,

se hacen carne sangrienta,

me diferencian, me imprecan,

me señalan.

Entre vos y yo

hay una ausencia,

igual y en penumbras,

ausencia aburrida, lenta y ginésica:

la ausencia de las formas.

lunes, 6 de abril de 2009

ESCRITORES

La paz del inmenso mar que nos envuelve

con materna protección, densa y sin vientos,

es parte inconclusa y eficaz

de la parte del Cosmos que nos une.

Este útero allende las distancias,

este espacio sin espacios, tan abierto,

y esta forma de estrellas desgranadas

en el propio confín del Universo.

El color de la ausencia es solitario,

el sentido de la esfera está lontano

y el Sol,

Padrenuestro, amigo, hermano,

se muere cada día.

Y renace en la semilla que brota,

en el bosque incendiado,

en la mano que alcanza a nacer.

Somos un punto en la recta,

un minúsculo orgullo,

pero somos capaces de escribirlo.

REMEDANDO A WILDE

Lo bañaba una luz ambarina que dejaba remarcados los trazos rectos y angulosos de su cara.

En la pared, cubierta con seda de damasco color ciruela, su retrato. Fue pintado por la mano ilustre de Stregángeli y anunciaba que, de joven, había sido un hombre elegante, pintón y amante del buen vestir.

Fue un segundo. De pronto su mirada cambió de ángulo y sus ojos, que eran verdes como el mar que bordea el frente de la finca, se posaron en el pequeño espacio de los ojos del retrato. Extraña metamorfosis. Y empezó a esperar.

Al rato llegaron Carlos y Ernesto, sus amigos de la infancia, con los que había estado pupilo en el Colegio de las Hermanas de la Asunción. Largos años de estudio y cantos gregorianos, prepotentes, por la mañana temprano; de castigos inauditos y lecciones de un amor impracticado. Los dos, vestidos de riguroso azul noche y con corbatas de seda italiana. Los dos tenían los ojos plagados de recuerdos y se apoyaban mutuamente para subir los tres escalones, abrazados por los hombros.

Aurelia, la prima del campo, llegó haciendo resonar en el piso de roble de Eslavonia el bastón con puño de marfil con forma de cabeza de pantera, los dientes asomados, la pantera. Era un modo de equilibrar la renquera que subsistió al accidente. Fue en el Paraje Tres Sargentos, cerca de Chivilcoy cuando la tiró el caballo árabe cojudo que le habían quitado sin permiso al tío Federico. Un bastón que acompañaba, como en una estudiada coreografía, el movimiento de la pierna derecha con el de la mano izquierda, alternadamente. Un bastón que tenía poco de cayado y exceso de cetro.

Al anochecer, vestido como para una cena de gala, apareció Andrés, el ex marido de Gerónima. Nunca había sido un tipo ubicado. Ese día superó las medidas presentándose con más brandy del que sus arterias podían soportar. No hubiera sido esto tan grave si no fuese por el hiriente olor al perfume francés característico de su amante y por la mancha de rouge carmín en la punta derecha del cuello de la camisa.

En la sala se cruzó con Pedro Peralta, el nuevo marido de su ex. Las miradas de desprecio mutuo tensionaron a todos los demás.

Haciendo un mínimo esfuerzo – gratia artis - alcanzó a ver a este nuevo personaje, Pedro y notó que escondía en la mano el Dupont de oro que hasta hacía pocas horas formaba parte de su juego de escritorio. Siempre el mismo jugador empedernido dispuesto a quedarse pegado a los objetos valiosos de las casas de los parientes de su pobre mujer.

Gerónima querida. No había tenido suerte. La vida la llevó hacia esos dos cretinos en vez de acercarla a él. La había amado en silencio, como amó todo, por miedo, por prudencia, por estupidez. Llegó vestida de blanco, con un pequeño prendedor de oro y rubíes en el pecho, cerrando el escote. Parecía tener el corazón, brillante y vivo, prendido en la blusa que también llevaba bordadas en seda, hojas de hiedra entrelazadas. Tan simple y señorial. Parecía tener lágrimas en los ojos. ¿O era el reflejo de la luz? Estaba triste. Desde el fondo de sus ojos, casi grises, brotaba la energía que lo había enamorado. Era, sin dudas, una mujer superior.

Después de un largo rato empezó a escuchar el canto amanecido de las calandrias y los silbidos de los mirlos. En un tris el sol anunció su presencia con un tenue rayo que atravesó el voile de las cortinas de la puerta grande que daba al jardín.

Enseguida llegó Palmira. Su ama de llaves durante cuarenta años. Cuando el hijo se la llevó para Dolores él había sentido que se quedaba sin manos. Siempre atenta, siempre sabiéndolo todo antes que sucediera. Cada mañana, cada cena, todo perfecto. Nada se escapaba a su capacidad de organización. Los años fueron benévolos con ella. Desde el momento que comenzó a trabajar para él, no había cambiado. La pollera negra, recta; la blusa blanca con chavot; el camafeo de marfil con la cinta de terciopelo azul; los zapatos oscuros con tacón ancho y bajo; su andar silenciosos y atento, todo era igual. En su cara habían brotado unas breves arrugas que no la hacían más vieja sino más digna.

En el reloj de la chimenea tocaron once campanadas. Dos hombres de estricta etiqueta pasaron al salón. Corrieron la pesada puerta corrediza y de atrás de la cortina de pana amarilla sacaron la tapa de un ataúd. El retrato pareció envejecer y él no vio ninguna otra cara ni escucho ningún ruido, sólo la tierra al caer.

PERFUME DE INCIENSO Y ARSÉNICO

El sudor se espanta del Sol.

Un melancólico megalómano

se encaramó en el palio

y la metástasis de las vértebras

encorvan su espalda

ganada por los años.

En los pasillos marmóreos,

desolados,

los capelos, las tiaras,

las mitras y los báculos

se esconden,

avergonzados,

detrás de los incunables,

en los alineados dormitorios

donde los tomos descansan su sapiencia.

Los bordes delineados de sus ojos,

entre capas sofisticadas

de condenas maquilladas,

quieren evitar impredecibles reacciones,

y se conectan a una cara imperturbable.

Los niños desahuciados, huérfanos, hinchados

se dejan de lado.

Los pueblos desangrados, postrados, transgredidos

se olvidan al acaso.

Los generaciones de esclavos engrillados, vendidos y acabados,

se ocultan en las tinieblas.

Los ancianos desdentados, hambrientos y exhaustos,

se desinfectan.

Las caras desencajadas de los enfermos,

tampoco importan.

Los hombres y las mujeres explotados,

desaparecen de sus chozas.

El negocio con la pobreza,

los jóvenes triturados por la droga

que comercian los adultos,

no importa tanto.

En realidad, sólo le importa,

cómo usamos las bragas y las braguetas.

Miguel Ángel se suicidó hace unos días,

San Pedro profundiza el hueco de su tumba,

Judith, Ruth y Myriam se ausentan y se arrodillan.

Sólo están de fiesta los modistos, los zapateros

y los superficiales.

Las marismas rodean una plaza

y Belcebú se pasea entre sus columnas.

Hay un fuerte olor a esencias francesas

y arsénico

donde sólo debe haber

perfumes de incienso.