lunes, 6 de abril de 2009

REMEDANDO A WILDE

Lo bañaba una luz ambarina que dejaba remarcados los trazos rectos y angulosos de su cara.

En la pared, cubierta con seda de damasco color ciruela, su retrato. Fue pintado por la mano ilustre de Stregángeli y anunciaba que, de joven, había sido un hombre elegante, pintón y amante del buen vestir.

Fue un segundo. De pronto su mirada cambió de ángulo y sus ojos, que eran verdes como el mar que bordea el frente de la finca, se posaron en el pequeño espacio de los ojos del retrato. Extraña metamorfosis. Y empezó a esperar.

Al rato llegaron Carlos y Ernesto, sus amigos de la infancia, con los que había estado pupilo en el Colegio de las Hermanas de la Asunción. Largos años de estudio y cantos gregorianos, prepotentes, por la mañana temprano; de castigos inauditos y lecciones de un amor impracticado. Los dos, vestidos de riguroso azul noche y con corbatas de seda italiana. Los dos tenían los ojos plagados de recuerdos y se apoyaban mutuamente para subir los tres escalones, abrazados por los hombros.

Aurelia, la prima del campo, llegó haciendo resonar en el piso de roble de Eslavonia el bastón con puño de marfil con forma de cabeza de pantera, los dientes asomados, la pantera. Era un modo de equilibrar la renquera que subsistió al accidente. Fue en el Paraje Tres Sargentos, cerca de Chivilcoy cuando la tiró el caballo árabe cojudo que le habían quitado sin permiso al tío Federico. Un bastón que acompañaba, como en una estudiada coreografía, el movimiento de la pierna derecha con el de la mano izquierda, alternadamente. Un bastón que tenía poco de cayado y exceso de cetro.

Al anochecer, vestido como para una cena de gala, apareció Andrés, el ex marido de Gerónima. Nunca había sido un tipo ubicado. Ese día superó las medidas presentándose con más brandy del que sus arterias podían soportar. No hubiera sido esto tan grave si no fuese por el hiriente olor al perfume francés característico de su amante y por la mancha de rouge carmín en la punta derecha del cuello de la camisa.

En la sala se cruzó con Pedro Peralta, el nuevo marido de su ex. Las miradas de desprecio mutuo tensionaron a todos los demás.

Haciendo un mínimo esfuerzo – gratia artis - alcanzó a ver a este nuevo personaje, Pedro y notó que escondía en la mano el Dupont de oro que hasta hacía pocas horas formaba parte de su juego de escritorio. Siempre el mismo jugador empedernido dispuesto a quedarse pegado a los objetos valiosos de las casas de los parientes de su pobre mujer.

Gerónima querida. No había tenido suerte. La vida la llevó hacia esos dos cretinos en vez de acercarla a él. La había amado en silencio, como amó todo, por miedo, por prudencia, por estupidez. Llegó vestida de blanco, con un pequeño prendedor de oro y rubíes en el pecho, cerrando el escote. Parecía tener el corazón, brillante y vivo, prendido en la blusa que también llevaba bordadas en seda, hojas de hiedra entrelazadas. Tan simple y señorial. Parecía tener lágrimas en los ojos. ¿O era el reflejo de la luz? Estaba triste. Desde el fondo de sus ojos, casi grises, brotaba la energía que lo había enamorado. Era, sin dudas, una mujer superior.

Después de un largo rato empezó a escuchar el canto amanecido de las calandrias y los silbidos de los mirlos. En un tris el sol anunció su presencia con un tenue rayo que atravesó el voile de las cortinas de la puerta grande que daba al jardín.

Enseguida llegó Palmira. Su ama de llaves durante cuarenta años. Cuando el hijo se la llevó para Dolores él había sentido que se quedaba sin manos. Siempre atenta, siempre sabiéndolo todo antes que sucediera. Cada mañana, cada cena, todo perfecto. Nada se escapaba a su capacidad de organización. Los años fueron benévolos con ella. Desde el momento que comenzó a trabajar para él, no había cambiado. La pollera negra, recta; la blusa blanca con chavot; el camafeo de marfil con la cinta de terciopelo azul; los zapatos oscuros con tacón ancho y bajo; su andar silenciosos y atento, todo era igual. En su cara habían brotado unas breves arrugas que no la hacían más vieja sino más digna.

En el reloj de la chimenea tocaron once campanadas. Dos hombres de estricta etiqueta pasaron al salón. Corrieron la pesada puerta corrediza y de atrás de la cortina de pana amarilla sacaron la tapa de un ataúd. El retrato pareció envejecer y él no vio ninguna otra cara ni escucho ningún ruido, sólo la tierra al caer.

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