El sudor se espanta del Sol.
Un melancólico megalómano
se encaramó en el palio
y la metástasis de las vértebras
encorvan su espalda
ganada por los años.
En los pasillos marmóreos,
desolados,
los capelos, las tiaras,
las mitras y los báculos
se esconden,
avergonzados,
detrás de los incunables,
en los alineados dormitorios
donde los tomos descansan su sapiencia.
Los bordes delineados de sus ojos,
entre capas sofisticadas
de condenas maquilladas,
quieren evitar impredecibles reacciones,
y se conectan a una cara imperturbable.
Los niños desahuciados, huérfanos, hinchados
se dejan de lado.
Los pueblos desangrados, postrados, transgredidos
se olvidan al acaso.
Los generaciones de esclavos engrillados, vendidos y acabados,
se ocultan en las tinieblas.
Los ancianos desdentados, hambrientos y exhaustos,
se desinfectan.
Las caras desencajadas de los enfermos,
tampoco importan.
Los hombres y las mujeres explotados,
desaparecen de sus chozas.
El negocio con la pobreza,
los jóvenes triturados por la droga
que comercian los adultos,
no importa tanto.
En realidad, sólo le importa,
cómo usamos las bragas y las braguetas.
Miguel Ángel se suicidó hace unos días,
San Pedro profundiza el hueco de su tumba,
Judith, Ruth y Myriam se ausentan y se arrodillan.
Sólo están de fiesta los modistos, los zapateros
y los superficiales.
Las marismas rodean una plaza
y Belcebú se pasea entre sus columnas.
Hay un fuerte olor a esencias francesas
y arsénico
donde sólo debe haber
perfumes de incienso.
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