Cayó bajo el temblor
de su propia incongruencia.
Ay, Nueva York!
Desiertos impensados
manaron sus arenas movedizas
y la sangre, dulce y cálida,
se enturbió,
con el polvo de la bruma sacudida.
No hubo horror, si desconcierto,
como Superman frente a la kryptonita
que Luisa Lane puso en su sopa.
Las sirenas dejaron afónica
la voz de la urbe.
Y nadie fue y fueron todos.
Los pozos, las calles,
la carne macilenta
de los cadáveres empavesados
de hierros retorcidos y calientes.
Ay, Nueva York!
Puta ecuestre,
amiga de lo ajeno.
Las miradas torpes en la sinuosa huida
y la espera interminable
de las madres que necesitan a sus hijos
y claman a la nada desde la Bahía:
Cuando ceden los cimientos,
¿que puede hacer el justo?
si lo hay.
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